Los retos que plantea el ictus de cara al año 2025
El ictus es una de las principales causas de morbilidad y mortalidad en todo el mundo, y su incidencia sigue en aumento. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada año ocurren aproximadamente a nivel global 15 millones de casos, de los cuales casi 6 millones resultan en la muerte y 5 millones más quedan con discapacidades permanentes. En España, el ictus es la segunda causa de muerte, con alrededor de 120.000 casos anuales. En 2025, se espera que la prevalencia de esta enfermedad aumente debido al envejecimiento de la población, el incremento de factores de riesgo como la hipertensión, la diabetes y la obesidad, y la falta de medidas preventivas eficaces en muchas comunidades.
Uno de los retos más inmediatos y apremiantes es la detección temprana y la rápida intervención en el momento del ictus, ya que la diferencia entre un buen pronóstico y una discapacidad grave radica en una atención médica rápida. Sin embargo, no todos los países y regiones cuentan con los recursos adecuados para implementar programas eficaces de diagnóstico y tratamiento. En este sentido, el 2025 podría ser un año clave para impulsar políticas públicas que fomenten la capacitación de profesionales médicos, el acceso equitativo a tratamientos avanzados como la trombólisis o la trombectomía, y la mejora en las infraestructuras sanitarias. Además, la concienciación social y la educación sobre los factores de riesgo del ictus deberían ser una prioridad para las instituciones, para que la ciudadanía reconozca los síntomas y busque atención médica a tiempo.
Mirando al futuro, otro desafío será el abordaje de las secuelas del ictus y la rehabilitación de los pacientes. En 2025, se prevé que la demanda de programas de rehabilitación y cuidados post-ictus sea aún mayor debido al aumento de la incidencia de la enfermedad y el citado envejecimiento de la población. La accesibilidad a servicios de rehabilitación, tanto en hospitales como en entornos comunitarios, es fundamental para mejorar la calidad de vida de los supervivientes. Por lo tanto, las políticas públicas deberán ser más inclusivas, contemplando no solo la atención sanitaria de emergencia, sino también el apoyo continuo en la rehabilitación, el acompañamiento psicológico y la integración social de los pacientes.